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DISECCIÓN





Hoy día la vida se plantea como una huida hacia adelante, como si un monstruo terrible nos pisase los talones, ese monstruo es el miedo. Pocos o ninguno desean ver el rostro real que se esconde tras toda mirada, todo gesto, situación, lugar o hechos. La facilidad de la huida nos ofrece la excusa perfecta para llevar a cabo dicha huida de forma inmediata hacia un futuro que por puro desconocimiento, distancia, se convierte en algo más fácil de tolerar, de superar incluso, puesto que esa misma distancia nos permite eludir todo conflicto, posición, debate.

El miedo puede salvarnos y así lo ha hecho desde el origen, dirigiendo los pasos del ser humano hacia la supervivencia básica, sin embargo, se convierte hoy en nuestro propio enemigo. Diversos estudios han analizado las posibles consecuencias que el ser humano sufre por haber sido arrancado de su ecosistema natural y obligado a vivir en ciudades y sociedades donde el instinto se obstruye, se derriba, se persigue, se amortigua, convirtiéndonos en una especie de masa informe sin pensamiento propio que persigue un bien común sin definir, marcado por el materialismo y el capitalismo que subyace a éste; donde el individuo deja de ser alguien para convertirse en parte de ese todo. Por tanto, abandona el instinto ancestral que supo guiarle hasta aquí para transformarlo en una especie de ser mutilado, tan sólo capaz de moverse en masa, con y hacia otros, sin poder alguno sobre sus decisiones y vida, y de este modo con la capacidad de visión e intuición totalmente mermada o inutilizada por la falta de uso. El miedo que nos salvó en un primer momento, se convierte ahora en enemigo, algo que continúa su labor primera en un entorno hostil, diferente y que el ser humano ha transformado en algo negativo, que le aleja del camino marcado por otros y que por tanto le ha dejado totalmente desamparado en una selva desconocida pero no por ello carente de peligros, quizá otros, pero no menos dañinos. El ser humano, olvidado en un mundo de máquinas, en un escenario de papel usado, sin vida, no sabe cómo utilizar ese miedo y a su vez éste no encuentra vías, cauces, adecuados para indicarle el camino a seguir, por lo que ambos se convierten en enemigos, desembocando dicha situación en todo tipo de trastornos, agresiones, relaciones defectuosas y comportamientos de diversas patologías. El ser humano se convierte en objeto en busca de dueño, alguien que dirija sus movimientos, espante el miedo y arranque de cuajo lo que queda de instinto bajo la piel. La energía antes empleada en la caza, la mera supervivencia, se vuelve contra él mismo, deja de existir lo necesario para adueñarse de superficialidad y todo lo que eso conlleva. El abismo físico y psicológico que esto provoca es evidente y difícil de curar puesto que ahora se convierte en abismo perseguido y útil para las grandes campañas de marketing, mercado y, siempre, capitalismo feroz.

Enfrentarse a la realidad exige no sólo cierta destreza sino también, y fundamentalmente, valentía. Asumir la verdad, del mundo, nuestra verdad, es algo complejo, duro, difícil, algo que hoy día prefiere evitarse en todos los sentidos. La verdad no sólo consiste en ser sincero con uno mismo, también con el otro y principalmente es necesario ser capaz de asumir la realidad tal y como es, no como la muestran, no como nos gustaría o deseamos, simplemente lo que nuestros ojos ven. De nuestra capacidad de elección depende ir hacia la ceguera impuesta de manera cobarde o el dolor que implica enfrentarse cada día no sólo a la realidad más cruda y deforme, también al miedo que esto provoca en otros: atravesar la norma y rasgarla lentamente.

Vemos el miedo en las relaciones sentimentales, familiares, personales en definitiva, como modo de atacar al otro, como manera mal entendida de sobrevivir, de seguir adelante, de situarse un paso por encima de la cabeza de quien tenemos al lado, vemos el miedo en la hipocresía, en la mentira, en cómo fingimos aquello que creemos más fácil o nos conviene social o económicamente, también como modo de protegernos, de mantener cierta quietud que tranquilice a la masa, que no perturbe el pensamiento único. La oveja negra es aquella que piensa y se manifiesta, nunca la que permanece estática, en cualquier ámbito. El amor, como objeto, única manera de enfrentarse a él de manera más o menos objetiva, realista, se convierte en el núcleo perfecto donde el miedo esconde sus raíces más profundas, pues en el amor es difícil encontrar ancla alguna en el pensamiento o la razón (de ahí que algunos trastornos como el autismo manifiesten una imposibilidad total o parcial para entender dicho fenómeno, pues no hay utilidad alguna en él, al menos práctica, ni un modo de acercarse a una breve explicación o razonamiento de todo lo que el amor engloba y los comportamientos y actitudes que provoca).

El miedo en el arte, tanto en literatura, pintura, como cualquier otra disciplina es un vehículo imprescindible para acercarse al límite, a la búsqueda más arriesgada, adentrarse en lo más profundo del ser humano, el abismo, aquello que dirige nuestras vidas desde la sombra: el miedo a la muerte, el miedo a desaparecer, el miedo a la nada. Crear puede convertirse en un modo de permanecer, de vencer la muerte, también el miedo. Y por supuesto de acercarse al abismo último, búsqueda incesante, perpetua, eterna de lo que ni tan siquiera podemos nombrar, definir. El arte es la búsqueda de la verdad, al menos el arte verdadero, búsqueda que implica un cruel y necesario enfrentamiento titánico entre el ser humano y aquello que más teme.

Muchos son los elementos empleados por el ser humano para vencer al miedo o buscar respuestas, en la ayahuasca encontramos algunas de las experiencias más interesantes acerca de muchos de los grandes interrogantes del ser humano, la búsqueda de sentido, el abismo que se esconde tras todo hombre y toda mujer, la parte oscura que todos escondemos, la luz y la sombra, y el modo en que en este caso, por medio de esta sustancia, podemos atisbar de un modo brutal ciertas respuestas, atravesando demonios internos. El chamanismo nos ofrece una nueva e interesante visión sobre todo lo descrito hasta ahora y también un nuevo enfoque acerca de los problemas que muerden al ser humano desde siempre, enfermedad, dolor… En el dolor el ser humano ha de enfrentarse a una realidad sin paliativos, la verdad tal cual, la propia y ajena, el mundo mismo que a partir de dicha experiencia (la vivida en el dolor o la enfermedad) no volverá a ser jamás la misma. El dolor nos cambia, nos desnuda, nos conduce a nosotros mismos, imposible escondernos a partir de entonces de nada o nadie, mucho menos del miedo o la verdad. El dolor te arranca la seguridad que crees poseer para darte otra mucho más poderosa: haber sobrevivido. En la enfermedad el ser humano ha de vencer el demonio más antiguo y el más peligroso: el miedo de haberse convertido ya en nada. A partir de dicho miedo sus raíces se extienden a lo largo y ancho del mundo. El dolor es el vértice del miedo.

Encontramos asimismo un estrecho vínculo entre el miedo y algunos comportamientos violentos, el maltrato, el acoso, la cobardía, principalmente base de todos los males, y la maldad a secas, sin más. No golpea o hiere quien se siente seguro sino quien siente miedo, quien no puede conciliar su vida con él, asumirlo, ser capaz de ver su ridícula presencia en el mundo casi como mero accidente y no como elección divina. Tiene miedo quien no reconoce tenerlo y para asegurarse que dicho pensamiento siga en pie, se coloca a golpes por encima del otro siempre para asegurar que nada ni nadie ponga en duda lo que tan sólo él cree ver. Todo superviviente reconoce la maldad de forma inmediata y mucho más el miedo que pretende ser ocultado. La cobardía podría ser identificada como una de las patologías más peligrosas del mundo, al menos, para los otros, no para quien la ejerce de manera brutal sobre sus congéneres.

Por tanto, todo sujeto que piensa por sí mismo, todo sujeto que puede representar algún tipo de peligro por utilizar sus propios medios de vida, sobre todo de pensamiento, ha de ser eliminado. Bernhard nos advertía que ante cierto tipo de individuos sólo cabe el deseo de exterminio inmediato que sienten los otros. Todo aquello que se aleje de la masa y lo predeterminado, que no se deje etiquetar, ha de ser eliminado o controlado al máximo. Aquí es donde la mujer encuentra su calvario. La mujer como objeto de pecado y vía hacia el pecado (aquélla que ha sido culpada desde siempre por arrancarnos del paraíso por atreverse a cuestionar, poner en duda… ofrecer sus propias decisiones y seguirlas al fin y al cabo) ha de padecer y ha padecido a lo largo de la historia la humillación, vejación y tortura constante no sólo del hombre, sino de la historia, que sigue viendo en ella al reptil que ha de ser abatido por peligroso. Dicho peligro se puede definir con una sola palabra: miedo (no el suyo, sino el de los otros) La mujer se “cosifica” (como encontramos en Elfriede Jelinek la mujer ha de ser besada por el príncipe para encontrar identidad, incluso en el cuento ha sido borrada, anulada, porque el cuento ha de adoctrinar a la niña que luego se convertirá en mujer objeto), se utiliza como otra herramienta más, y para ejercer dicho control podemos crear todo tipo de excusas y patologías: histerismo, ninfomanía… La hoguera sigue existiendo y existirá a modo de limpieza pero necesitará en todo momento de excusas en las que ampararse. Y si no existen patologías suficientes se inventan o se crean o la mujer es azotada hasta caer en miles y miles de trastornos que dan de comer a mil industrias como la farmacéutica. Hablamos de neurastenia, anorexia, bulimia… Pero no de las causas, de todo lo que la conduce a esto, del peso que carga, de todo lo que la empuja a esto, de la aniquilación sentimental física y psicológica que lleva años sufriendo. Vemos por tanto cómo el hilo del miedo explica tantos trastornos, comportamientos, hechos a lo largo de la historia, actitudes y modos de construir un mundo amparado en la máscara, en la cobardía, en modos y maneras de engaño que oculten siempre nuestro verdadero rostro y anulen todo pensamiento propio, toda iniciativa.

La dictadura de los roles masculino y femenino no deja de ser otra herramienta más para etiquetar, reducir, eliminar, toda posibilidad de encuentro y de ese modo evitar cualquier posible rebeldía conjunta hacia otro mundo quizá no mejor, pero sí más real, más verdadero. Somos parte de un mundo globalizado y dirigido, con poco o nulo espacio de acción, donde apenas tenemos un pequeño radio de acción muy, muy limitado y casi todos nuestros movimientos han sido diseñados, incluso sin saberlo nosotros, para seguir un patrón marcado de antemano por ese ojo invisible, esa máquina en que se ha convertido el mundo actual, conducidos a comportamientos predeterminados que persiguen un objetivo ya dictaminado por otros. Los roles forman parte de dicha dictadura, si nos mantienes separados y confusos en guerra constante (como tantos países vampirizados hasta el límite por pura conveniencia), poco espacio y tiempo nos quedará para dedicarnos a pensar en las causas y razones de todo lo que vemos ocurre a nuestro alrededor. El cambio de rol que vemos hoy día en la sociedad, aquellos comportamientos que parecen mezclarse no son sino el producto de otra decisión tomada por el ojo invisible que maneja los hilos del mundo y frente al que sólo cabe la impotencia. Si miramos a nuestro alrededor y de una manera bastante simple, podemos observar cómo el hombre ha tomado lo peor del llamado “rol” de mujer y ésta a su vez lo peor del “hombre”. El acoso o el victimismo no dejan de ser herramientas de control que ya hemos establecido como propias. Maneras y modos que han sido establecidos para aumentar la confusión y el desencuentro, nada más.

La mujer actual al igual que el hombre es el producto de su tiempo pero sobre todo de su pensamiento individual, podemos por tanto generalizar para analizar las causas o elementos que nos han llevado hasta aquí pero no para explicar el comportamiento de cada individuo, pues nada puede modificar de tal modo a alguien como para extirpar su capacidad de elección, no debemos confundir desde luego, la elección con el miedo a la elección. Uno elige libremente, si elige por miedo, no podemos hablar de elección alguna. Por ello es necesario abordar e indagar en el papel actual de la mujer, sus decisiones, aciertos y errores a la hora de rebelarse, el feminismo mal entendido y todo lo que conlleva, aquellas herramientas que nacieron como forma de protegerse y salvarse, erigirse como individuo, y han terminado por formar parte del engranaje del estado, nación, mundo teledirigido. Deberemos reflexionar también sobre las nuevas tecnologías, el poder que esto implica, el uso y mal uso de éstas y los comportamientos y cambios provocados por esta pequeña revolución invisible.

Si hablamos del miedo, hemos de abordar el origen de la maldad, la empatía, la violencia en el ser humano y por supuesto la resiliencia :

“el término resiliencia se refiere a la capacidad de los sujetos para sobreponerse a períodos de dolor emocional. Cuando un sujeto o grupo animal es capaz de hacerlo, se dice que tiene resiliencia adecuada, y puede sobreponerse a contratiempos o incluso resultar fortalecido por los mismos”

Esa capacidad de resistencia se prueba en situaciones de fuerte y prolongado estrés, como por ejemplo el debido a la pérdida inesperada de un ser querido, al maltrato o abuso psíquico o físico, al abandono afectivo, al fracaso, a las catástrofes naturales y a la pobreza extrema.

La resiliencia es la capacidad que posee un individuo frente a las adversidades, para mantenerse en pie de lucha, con dosis de perseverancia, tenacidad, actitud positiva y acciones, que permiten avanzar en contra de la corriente y superarlas.

E. Chávez y E. Yturralde (2006)

La resiliencia es un proceso dinámico que tiene por resultado la adaptación positiva en contextos de gran adversidad.

Luthar (2000)

La resiliencia distingue dos componentes: la resistencia frente a la destrucción, es decir, la capacidad de proteger la propia integridad, bajo presión y, por otra parte, más allá de la resistencia, la capacidad de forjar un comportamiento vital positivo pese a las circunstancias difíciles.

Vanistendael (1994)

La resiliencia se ha caracterizado como un conjunto de procesos sociales e intra-psíquicos que posibilitan tener una vida «sana» en un medio insano. Estos procesos se realizan a través del tiempo, dando afortunadas combinaciones entre los atributos del niño y su ambiente familiar, social y cultural.

Rutter (1992)

Habilidad para resurgir de la adversidad, adaptarse, recuperarse y acceder a una vida significativa y productiva.

ICCB, Institute on Child Resilience and Family (1994)

Concepto genérico que se refiere a una amplia gama de factores de riesgo y su relación con los resultados de la competencia. Puede ser producto de una conjunción entre los factores ambientales y el temperamento, y un tipo de habilidad cognitiva que tienen algunos niños aun cuando sean muy pequeños.

Osborn (1996)

Capacidad del ser humano para hacer frente a las adversidades de la vida, superarlas e inclusive, ser transformados por ellas.

Grotberg (1995)

La resiliencia significa una combinación de factores que permiten a un niño, a un ser humano, afrontar y superar los problemas y adversidades de la vida, y construir sobre ellos.

Suárez Ojeda (1995)

La resiliencia es una respuesta global en la que se ponen en juego los mecanismos de protección, entendiendo por estos no la valencia contraria a los factores de riesgo, sino aquella dinámica que permite al individuo salir fortalecido de la adversidad, en cada situación específica y respetando las características personales.

Infante (1997)



El origen de la maldad ha sido abordado desde diversos estudios, experimentos, análisis y pruebas empíricas que demuestran la complejidad de este tema en cuestión y las múltiples variables a las que nos enfrentamos al abordarlo o pretender de manera quizá un tanto ingenua llegar a conclusión alguna. Existe la maldad como parte indisoluble de la condición humana, maldad que sólo surge en situaciones límite donde el ser humano puede ejercer poder sobre otros, o por el contrario nuestra especie se decanta más por la bondad o el acto empático antes que el perverso, infinitas cuestiones son las que se nos plantean a la hora de elaborar un tema tan interesante y complejo a su vez. Desde luego en dicho origen el miedo podría considerarse como el núcleo o base que nos conduce hasta ciertos comportamientos abyectos (temor al pasado o hechos o situaciones que hemos sufrido, temor al otro, a nosotros mismos, a cierta debilidad…). De la violencia podríamos decir lo mismo, mismos planteamientos y núcleo, misma base, misma encrucijada dialéctica, racional y emocional incluso. Quizá la empatía se convierte en el vínculo de salvación entre todos estos elementos que puede empujar al ser humano hacia una orilla u otra, hacia el abismo, el precipicio o la luz. La capacidad de verse en el otro, de reflejarse en el ojo ajeno y también sentir sus dolores o sufrimiento como propios podría definir el comportamiento de un ser humano en cualquier situación. La empatía pues como salvación propia y ajena.

Pero principalmente, y casi de forma paradójica, el miedo nos conduce a la resiliencia, por diversas vertientes; de un lado, el miedo nos empuja a la supervivencia más animal, primitiva (con todo lo que esto supone para el resto y para nosotros mismos), pero del otro, la capacidad mermada o amputada en algunos hombres o mujeres de superar ciertas circunstancias o enfrentarse a ellas puede transformar ese miedo en todo lo contrario, el objeto de salvación, en arma arrojadiza, arma con la que atacar al otro defenderse de su propia realidad “contra” el otro, “contra” los demás. Interesante indagar ambos lados, cómo el miedo puede transformar a un ser humano en monstruo o héroe. Y sobre todo, la milagrosa e inexplicable capacidad que poseemos, sin darnos cuenta en la mayor parte de los casos, de atravesar cualquier desierto físico o emocional y sobrevivir pese a todo. Capacidad que hemos de utilizar no sólo en beneficio propio sino también como compromiso con todo aquello cuanto nos rodea, un modo de decirle al mundo, gritarle alto y claro, que las cosas no son precisamente como nos las han contado, como nos intentan hacer creer. Arrancar las máscaras de cuajo y contar verdades. De eso se trata.



















DISQUISICIONES



A LOS QUE HIEREN





(in memoriam de los muertos que pretenden permanecer en nuestras vidas)





Hay una bella canción que casi todos conocemos y que nos emociona cuando de repente nos sorprende en medio de una conversación en una cafetería cualquiera o en el lugar más disparatado: Everybody Hurts, del grupo REM. Escucho ahora el estribillo en mi cabeza.

Isabel Coixet dio el título “A los que aman” a una de sus películas más silenciosas, delicadas. Para aquellos que aman en silencio, los que aman de verdad, los que creen amar y confunden juego con entrega…

Pero no acabo de hallar ninguna recopilación de tipologías o patologías cotidianas que reflejen fielmente los distintos personajes que llevan a cabo día tras día esto del “daño gratuito”, ni de los diferentes niveles o grados de este daño. Aquéllos que hieren gustan de darse por aludidos para todo lo que les conviene a sus vidas, egos y demás cosas de vital importancia como mantener su imagen de recipiente vacío siempre llena para que nadie sospeche, a punto de reventar en su propio líquido amniótico. Aquéllos que hieren se esconden ante la verdad y evitan toda cercanía con ésta, aunque para ello utilizan lenguajes, formas y modos tan peregrinos que cualquiera puede ver desde lejos su verdadera debilidad y cobardía, ésa que tanto esconden tras un porte tan cuidadosamente estudiado. Aquéllos que hieren desconocen la libertad y el respeto, desconocen la individualidad (y ven cómo éstas ponen en peligro sus artimañas sociales). Aquéllos que hieren se sienten vacíos porque lo están y para ello tapan sus infinitos huecos una y otra vez con sustancias, seres o daños ajenos. Aquéllos que hieren cubren su inseguridad con las heridas que provocan en los otros y atacan la seguridad que ven frente a ellos con la ferocidad que les falta para enfrentarse al espejo. Aquéllos que hieren suelen engatusar con palabras para crear confusión entre la multitud o para que la presa más próxima no pueda escuchar el ruido que precede al golpe. Sus hechos les delatan siempre, pues nada tienen que ver con las palabras pronunciadas.

El miedo consigue arrancar lo peor del hombre. El miedo de un hombre débil es siempre un peligro para todo aquel que le rodea. Quien hiere con saña lo hace porque existe una necesidad de exterminar al otro, para elevarse ante él, para salvarse “contra el otro”. No me asustan los fuertes, sí los débiles, aquéllos que tras sellar puertas y ventanas se cuelan por las rendijas.

Empuñar un arma no es algo demasiado complejo, disparar tampoco, sacar las balas, arrojar el arma lejos de ti y enfrentarte al enemigo cara a cara exige coraje no armamento.

Hitler consiguió alimentar su ego con los cuerpos de miles de judíos, Pinochet decidió “ejecutar” órdenes desde su silla de despacho mientras otros soportaban las torturas y aún así defendían su libertad, Videla arrancó niños de sus hogares y destruyó una generación entera para elevarse él frente al mundo. Todos ellos fueron un día hombres de ésos a los que les gusta herir, que carecen de empatía, los que un día fueron jóvenes que tuvieron la misma visión: con mi debilidad sólo queda el exterminio del otro, el seguro, el fuerte, el que pelea con la verdad pese a estar atado de pies y manos.

Miremos a nuestro alrededor y no aceptemos patologías cuyo uniforme vemos con el alma, a los que hieren debemos cortarles el paso desde el primer momento. La vida es cruel, ya nadie recuerda el exterminio armenio. Aquéllos que se enfrentaron con sus hijos a los que les encañonaban, violaban a sus mujeres y cometían todo tipo de atrocidades, nos juzgan como tantos otros desde viejas fotografías amarillentas perdidas por diversos hogares rotos. Aquéllos que hieren seguirán intentándolo siempre, buscarán algún pequeño orificio por el que colarse. Si ahora mismo se produjese un conflicto bélico, aquí y ahora, miremos a nuestro alrededor: distinguiremos con total claridad y espanto los ojos de las culebras que permanecen agazapadas a nuestro alrededor. El que golpea, hiere o mata es quien tiene miedo no la víctima.





AGRESORES









Ya había hablado con anterioridad de este tema, pero de un modo tangencial: las agresiones sexuales. Ayer, me quedé francamente impresionada por un reportaje en el que tanto las víctimas como los agresores daban la cara, y su versión de los hechos. Observé la impotencia de las mujeres que habían sido violadas y sometidas a todo tipo de vejaciones, e intenté no apartar la vista ante lo que los agresores confesaban (difícil tarea la de no guardar rencor). Las mujeres agredidas han de seguir una terapia de apoyo psicológico durante un periodo largo de tiempo y aún así, hay cosas que no se olvidan nunca. Además, por supuesto, de las lesiones físicas. Un psicólogo nos mostraba y explicaba la terapia a la que se acogen algunos presos encarcelados por agresión sexual, quienes reconocían que muchos de sus compañeros acudían a esta terapia para reducir los años de cárcel, y le contaban al psicólogo lo que éste quería oír, en cuanto salían al patio se mostraban tal y como eran, decían lo que realmente pensaban. Esta terapia intenta que los agresores conozcan el sufrimiento que ellos mismos han provocado en sus víctimas. Para resumir: se trata de enseñarles, de que conozcan el significado del término “empatía”. Especialmente doloroso, me resultó, escuchar cómo uno de estos hombres decía que tampoco había cometido un delito tan grave puesto que “no la maté, ella puede rehacer su vida”. Las mujeres, por desgracia, seguimos siendo consideradas objetos, moneda de cambio, incluso. En ese momento, confirmé mis sospechas: la empatía no es algo que se pueda enseñar como asignatura, ni por tanto aprender. Escuché cómo estos hombres hablaban de sí mismos como víctimas, alegando todo tipo de excusas que les habían “obligado” a cometer esa agresión. No vi verdad en sus ojos, ni sinceridad, ni arrepentimiento, ni pena, ni dolor, ni recuerdo siquiera, eso lo vi en los ojos de las víctimas: dolor, mucho dolor… Y las estadísticas me dan la razón, los agresores sexuales que quedan en libertad reinciden, una y otra vez. Se habló de métodos utilizados en otros países como la castración –que parece inútil puesto que el deseo de humillación hacia la víctima, de vejación, le lleva a utilizar cualquier herramienta física o metálica- o el seguimiento policial que parece bastante efectivo lo cual hace que me pregunte por qué en este país no existe algo así. En Estados Unidos se ha elaborado una base de datos de agresores sexuales, mediante la cual un ciudadano que albergue ciertas sospechas podría acceder a ese fichero y saber si éstas son ciertas, y por tanto protegerse. Algo impactante: se gasta más presupuesto en reinserción social del agresor que en las propias víctimas (ellas han de pagar de su bolsillo cualquier tipo de apoyo e iniciativa). Conclusión: algo no funciona. Se me ha quedado grabado el rostro de una mujer joven, de mirada dulce, sin rencor pero con impotencia en sus gestos, y con mucha sabiduría en sus palabras. Esto me recuerda un cuento de Cristina Peri Rossi, “El juicio final”, en el que cuando llega la última hora y Dios se hace presente, se le aparece a un hombre que se dirige tranquilamente a su oficina y ocurre lo siguiente: “Entonces, el hombre extrajo del bolsillo interior de su chaqueta unas cuartillas escritas a máquina (era un hombre prolijo) y calándose los lentes (sufría una moderada presbicia) comenzó a leerle a Dios la lista de cargos que durante cincuenta años había acumulado contra él, de forma imparcial, como un anónimo investigador que ha seguido a un sospechoso sin que éste se diera cuenta”. Cojan papel y lápiz…







BELLEZA Y EFECTOS SECUNDARIOS







“Si existiera algún tipo de vestimenta para los labios, habría que tapárselos”, leo con cara de circunstancia en la última novela de Marcelo Birmajer, Historia de una mujer. Una mujer sufre su belleza como condena; a su paso, una revolución interna parece invadir los cuerpos de todo hombre que se cruza en su camino y así, de catástrofe en catástrofe, se construye a sí misma como superviviente de su propia desgracia: su belleza.

Me pregunto hasta qué punto somos víctimas de nuestra apariencia y de la de los otros. Y cuánto de nosotros mismos se esconde tras nuestro rostro y expresión corporal. Quizá nada. Tan sólo apariencia. O quizá nuestro yo más profundo se refleje en una sola mirada (cuántas veces ocurre que en los ojos de alguien no conseguimos ver nada, no atisbamos el alma porque el sujeto en cuestión es sólo un recipiente vacío y lo sabe, y su rostro es consciente de su secreto).

En la novela de Birmajer, su protagonista, una mujer muy bella, provoca un sentimiento de inseguridad, de impotencia en el hombre que ve en sus rasgos algo que se le escapa, que no puede controlar: las miradas que provoca en otros, por ejemplo. Todos llegan a la misma conclusión: ha de ser domada como a una yegua. Su belleza es entendida como una ofensa constante, como un desafío lanzado desde su sola presencia, con la exuberancia de ese cuerpo que no deja a nadie indiferente. Su marido explica: “No encontraba otro modo de superar la impresión que la belleza de su mujer ejercía sobre él más que moliéndola a golpes”. Y continúa: “Estaba convencido de que el resto de los hombres viriles de la Tierra reconocerían que a una mujer con ese cuerpo despiadado sólo se la podía mantener a golpes, con rigor y violencia. Como se doma a una yegua salvaje”. Claro que: “A diferencia de las yeguas, que un día aprenden a obedecer, las mujeres de la especie de Isabel, pensaba Turacci, precisaban de un adiestramiento continuo, infatigable”. Desde aquí puedo ver el germen de la violencia de género: el poder que se cuestiona, la mujer como amenaza que ha de ser domada o en su defecto exterminada.

Patrice Leconte en su película La chica del puente, protagonizada por Vanesa Paradis, narra la bella y peculiar historia de amor entre un lanzador de cuchillos y una joven al borde del suicidio. En la primera escena ella confiesa su debilidad de carácter frente al amor, lo cual la ha arrastrado por la vida como un tornado, arrancándola de un lugar para llevarla a otro y vuelta a empezar. Ahora se siente vacía, pero ella misma pone en duda su parcial o total responsabilidad en la rocambolesca historia de su vida, nos dice: “Hay personas que son como un imán para aliviar a los demás”. Por tanto, qué lugar ocupan nuestras diminutas e insignificantes elecciones frente al destino y frente a lo que quizá no vemos: el efecto que cada uno de nosotros, de manera involuntaria, provoca en el otro y éste a su vez en el siguiente, y así hasta el infinito. Quizá si lleváramos a cabo un experimento en el que dos individuos de rasgos, virtudes, defectos, y condiciones similares, fuesen colocados en distintos lugares del mundo y pudiéramos observar el desarrollo de sus vidas mientras a uno le concedemos el poder de elegir y al otro tan sólo el de ser espectador de su vida (o lo que él provoca en ella a su paso) tal vez, las conclusiones y los hechos acontecidos serían los mismos. Cada vez siento más dudas cuando pienso en eso de que nuestras acciones pueden cambiar un destino que nace con vocación de imperativo.